lunes, 16 de noviembre de 2009

Memoria solar

El sábado, la revista Ñ publicó una interesante entrevista a Sandra Petrignani en la que habla de la influencia de Italo Calvino y de cómo los años han cambiado algunas cosas (entre ellas, los juguetes, la niñez y el control de los adultos).



"La época de la grandeza ya pasó"
Por Guido Carelli Lynch

Algunas de las desilusiones de Sandra Petrignani tienen nombre y apellido. El más famoso es el de Silvio Berlusconi, que hace años compró Panorama, el diario donde esta periodista y autora italiana trabaja, para pasteurizarlo ideológicamente. Para ella significó un largo exilio entre las reseñas culturales y páginas menores, que hacen que ahora cuente los meses que le faltan para jubilarse.

Ambivalencia, por ejemplo, le provoca el de la flamante Nobel, la rumano-alemana Herta Müller. “Todos queremos que venza Philip Roth y después nos quedamos desilusionados”, se lamenta del otro lado del teléfono, desde su casa de fin de semana en Umbria, donde cada vez pasa más tiempo.

Otros nombres, en cambio, le roban sonrisas y suspiros de nostalgia. “Tengo los años suficientes para haber conocido a los grandes autores italianos y, aunque en este momento también hay autores importantes, la época de la grandeza ya pasó”, sentencia inconmovible. Y aunque esté claro y no haga falta explicarlo, se detiene un minuto en un pasado que parece ficción. “Seguimos realizando un trabajo artesanal en medio de un mundo tecnológico. Ahora cambiaron las relaciones con los editores, todo ese marketing que domina la situación, que produce libros confeccionados en las casas editoriales con autores que de un día para otro son nombrados en todo el mundo. Ya no existen Alberto Moravia, Giorgio Manganelli, Lala Romano, Elsa Morante y editores maravillosos como Giulio Einaudi. Son personajes que yo me enorgullezco de haber conocido, que formaban una verdadera sociedad literaria. Ahora, en cambio, para sentirse escritor hay que vender, antes no importaba tanto, te acogían y sabían diferenciar lo comercial de lo literario. Ahora los libreros y los editores apuntan siempre como si fueras un caballo que tiene que ganar todas las carreras y los escritores necesitan puntos muertos, vivir la vida, no es sólo un mecanismo para inventar historias”, dice y se queja.

Y no es tan extraño que Petrignani hable del pasado si la excusa para llamarla es su Catálogo de juguetes, un libro pequeño y delicioso que escribió hace 25 años y que La Compañía acaba de editar en la Argentina. “Es mi segundo libro, el más traducido. Funcionó muchísimo y les gustó a personas tan diferentes como Manganelli, Natalia Guinzburg y o Ian McEwan. Ha tenido una vitalidad muy bella, muy intensa”, se emociona. El libro es una evocación, una enumeración, un catálogo –ni más ni menos– de juguetes, que sirven como disparadores para las divagaciones de la autora y el lector, que a veces son las mismas y a veces son distintas. Es un libro que, a la manera de Calvino, y a través del barrilete, una muñeca de trapo o una simple bicicleta, enfrenta al lector con los fantasmas del pasado, con el dolor de ya no ser y del mundo que no es.

–La estructura y el estilo parecen un ejercicio de escritura automática como los de Calvino.

–Es que en ese entonces yo estaba muy influenciada por la vanguardia, por el experimentalismo. Nunca habría escrito una novela tradicional, cosa que tampoco hice después. Al mismo tiempo, quería comunicar y que la gente me entendiera. No quería que ese experimentalismo fuera una dificultad. Esa fórmula que tomé de Calvino, de Las ciudades invisibles, fue un modelo. Era un autor que me hablaba mucho, me gustaba su experimentalismo controlado, que producía más que nada una forma de novela, que no era la tradicional. Tiene mucho de escritura automática, de usar el objeto como un médium para hacer asociaciones libres y recuperar la memoria que me llevara a la infancia.

–Y emergen recuerdos de juguetes que incluso ya no existen…

–Y recuerdos de uno. Yo, por ejemplo, tenía la idea instalada de que mi infancia había sido un infierno, de que estaba aislada. Escribiendo este libro y poniendo en práctica mi memoria involuntaria emergió la memoria solar de mi infancia en Piacenza, que era muy libre. Éramos una banda y yo formaba parte. No era la líder, era la más chica, pero ahí estaba. Era una infancia bella y libre, porque estaba fuera del control de los mayores. Cuando yo me puse a escribir este libro, con mi hijo de apenas 4 años a cuestas, noté cómo nuestros chicos están siempre controlados. Los llevamos a cursos de natación, de inglés, están llenos de obligaciones en vez de estar jugando. Ven a un amigo por vez siempre en una casa y vigilados por los padres, la abuela, la babysitter. Yo jugaba con mis amigos en la calle, ¡en Roma! Nuestra generación, que fue la que cambió la manera de los jóvenes de estar en el mundo, tuvo una infancia mucho más parecida a la del pasado. Nuestros hijos, en cambio, tuvieron una infancia de prisioneros, todo el tiempo controlados.

–La relación con los juguetes también es diferente…

–Absolutamente, aunque no quisiera generalizar. Para mí la Barbie era una sola. Ahora veo que las hijas de mis amigas tienen toda una serie interminable. Los juguetes se volvieron una posesión más que un valor sentimental. La publicidad se volvió infernal. La relación es mucho más pobre, no es sentimental, es la idea de posesión, de colección, una actitud totalmente consumista.

–¿Y antes cómo era?

–El juguete es en realidad un objeto extraño porque participa de muchas naturalezas. Es sagrado y mágico, porque el chico construye un mundo y, a la vez, es un misterio la relación de un chico con él, porque los adultos permanecen ajenos. Son fantasmas que te ponen en comunicación con otros mundos, como el de la interioridad. Muchas de estas reflexiones se me ocurrieron luego de escuchar a chicos que leyeron el libro en la escuela primaria.

–El tono de sus textos delata su pasado de poeta…

–Es verdad, cortejo siempre una forma poética, como la memoria involuntaria de este narrar intimista. Es la herencia de mi juventud. Empecé a escribir de muy joven, incluso llamando la atención de poetas consagrados, pero hubo una verdadera fractura, que coincidió con el nacimiento de mi hijo. La poesía está más cerca de la muerte, de la desesperación y la locura. Y, como estos recuerdos de mi infancia, una parte de mí eligió la vida y a mi hijo. Si hubiese continuado escribiendo poesía, habría optado por otras elecciones. No hubiera tenido un hijo, no hubiera intentado tener una familia. Hubiera marchado hacia la autodestrucción. La parábola poética está más cercana al inconsciente –y a la niñez– y si uno no tiene un control serio del inconsciente también se vuelve peligroso. La narrativa me salvó, y mis catálogos, porque pensándolo bien, casi todos mis libros son una suerte de catálogo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Clicky Web Analytics